lunes, 10 de noviembre de 2008

Yo también tengo vida interior, osea

Al final el final llegará

Y si sabes como suena el silencio en sus sueños,
sabrás saber entonces como se huelen los besos;
si sabes caminar con cierto aire casi intenso,
podrás andar entonces con mirada de silencio.

Es tan difícil respirar si todo sobra...
si las palabras significan la zozobra...
si el escribir es simple acto de deshonra,
deshónralo por vida, que queden solo sombras.

Miradas tan intensas que implosionan,
es que la rabia se adormece pero nunca te abandona;
podrá ser hoy un día gris,
ojos en blanco y negro, mirando el arcoíris.

Esquiva personas definitivas,
creerse tan perfecto, indica cobardía;
es un final feliz para algunos...
feliz final fatal faltando tanto por hablar.

El pueblito

Hubo una vez un pueblito, rebosante de consuelo, llenaban mañanas pues siempre, el olor del pan caliente. Vivian tres músicos indios, uno decía de Nueva Delhi, uno afirmaba de Arizona y otro llegó de por ahí. Gustaban tocar en el sol, que en el paseo solía estar, solían charlar con la gente, y comer tostadas de aceite. Reían, soñaban y hablaban, sobre la virtud o la poesía. Tocaban, cantaban y se oían, músicas raras pero por todos conocidas. Cuando recogían el sombrero, llevaban monedas al rio, y estas en peces se convertían; peces dorados, peces plateados o peces bronceados como la iglesia que desde arriba bendecía.

No tenían instrumentos, se los encontraban en los huertos, en los árboles de flautas, de bandurrias o de gaitas. Los gatos bailaban el jazz, a la siete de la tarde, y todos los pequeñitos habitantes, cenaban cada noche con el alcalde. Cada noche había verbena, hasta que se hubiera bajado la cena, platicaban unos y otros, platicaban y platicaban. Había un cine sin sillas, pues proyectaban en el cielo, películas antiguas sobre náufragos e islas. A veces las estrellas jugaban a ser protagonistas. Había un astrólogo chiflado, tres borricos y dos tigres, había silencio bien pronto, había un tractor solitario.

Las campanas repicaban cuando les venia en gana, cada reloj del pueblecito, una hora diferente marcaba. En el colegio los niñitos, a los maestros enseñaban los secretos de la cábala. No hablaba, el alquimista era mudo, pero sorprendió a todos cuando a un adoquín le hizo un nudo. Un viejo marino acostumbrado, a mil y un vaivenes, se mareaba cuando en el pueblo, dejaban de soplar los aires. En el bar de cada esquina (esquina sólo existía una), se jugaban los dineros al mus, hasta que una noche aburrida, se inventaron un juego de nombre fasul, y se cambiaron los dineros en todo el pueblo, por garbanzos de color azul.

Picoteaba el avestruz, el sembrado del tío Manuel, ¡que tortillas tan riquísimas! se decía que le salían al hombre aquel. La fuente de la plaza mayor, en vez de agua quiso dar, zumo de tarta de fresas, con azúcar moreno de caña y vainilla en vainas muy, muy frescas. También tenían su zahorí, que buscaba el viejo gañan, el vino dulce y el anís. Cuando se iban a dormir, soñaban que estaban despiertos, y así todito todo el pueblo, nunca paró de sonreír. El domingo de costumbre, el mercado de las ropas y las luces, y aunque no comían perdices, vivían, para no engañarnos, la verdad que bien felices.

Hasta que un día que vino un señor embutido, en un traje que le estaba pequeño, y dijo con aire risueño, este pueblito es pa´ mí. Cogió cinco estrellas del cielo y las demás ni las quiso mirar y plantó una mole gigante, muy gigante y con vistas al mar.

Yo

TÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚme envenenasTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚme condenasTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚme corroes toda pielTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚsabiendoTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚque eras presenteTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚque serás el devenir buscando el tiempoTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚy soloTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚeresTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚTÚel aire de mis venas.

Aquella mujer

Las llagas de la comisura de los labios empezarán a extenderse cual cáncer, trazando sombrías tempestades de lluvia ácida.

La mujer de cabellos blancos y andar oscuro se vengará de vuestras risas de cerdo, caminará entre vuestras almas y vendréis rogando perdón. Y no lo hallareis.

Sus pechos aplastados contra el látex son expertos hipnotizadores, el olor a sangre fresca un bonito despertar. Cuando vuelen los cuervos de oro y fuego. Esa será la señal.

Comprarán los ricos refugios antinucleares, los pobres rezarán a cualquier dios. Abandonad toda esperanza. El virus del desprecio recibido se transmite por el recuerdo, y la mujer os odia en cada uno de ellos.

Gemirá multiorgásmica en el amanecer de los muertos. Transportada a un estado de éxtasis vicioso, bailando sobre las tumbas de los convencionalismos establecidos, creará un lenguaje propio para explicar el motivo de la destrucción.

No hablaba sola.

Una hilera de torsos inanimados es su ejército, que ha entrenado durante años en el destierro donde la desterraron. Se nota en sus ojeras, se presiente en las vacías cuencas que contuvieron una vez unos ojos que se arrancó por despecho, para poder parar de llorar. Estúpidos. Observará el final con unas cúpulas de electricidad verdosa.

Suicidó a su maestro.

Todo se reduce a una cuestión de tiempo.

¿Ella es la loca?, ¿vosotros los cuerdos?

Lo que nadie nunca debió leer

Desfragmentando el murmullo de falsas esperanzas, se rebuscó en el canalillo en pos de unos tiempos mejores en los que la podredumbre no lo arrastraba todo hacia un finito placer. Cuando sus pechos fueron turgentes.

Crepitaban los mediodías buscando un filo de medianoche en el eterno descansar de los suspiros entrecortados, de las palabras rotas y de los seres vacíos que se deslizaban entre sus sábanas.

Que ni el antes ni el después fue consuelo del ahora, que las lágrimas ahorradas fueron a lubricar las gotas de lluvia que decidieron volver al cielo. Entre silbidos de admiración de las cobardes.

En el campo de esmeraldas ocres se oxidaron los auxilios, sesgando si existía, ilusión por separar, sustancias silenciosas de las capas de fuegos fatuos que infestaron la verdad.

Ya nada volverá a ser igual.

La tarde oxidada

Cascadas de caramelo envenenado contemplando boquiabiertas el baile de la tarde cuando derrite el azul hasta el dorado.

Torres eléctricas, campos trigados, orgullo roto.

Las sombras de las nubes que pasean por tu falda; que te queda como un guante cuando es lo único que llevas.

Suficiente sol para mitigar el frío otoño, suficiente viento para que no haga calor. Estas ruinas que nos hablan de un pasado que pasó.

Las pecas que te inundan, tu peligrosa fragilidad. Nada más que palabras rotas que ni queremos entender.

Hierro y oxido, plantas secas, caracolas fosilizadas.

La piel rozando la arena, tus piernas sellando mis piernas, gemidos de animales que devuelve el eco de la montaña, sin podernos cruzar ni la mirada.

Que si escribimos nuestra mentira, que sea escribiéndole a la vida.

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